Pablo Robbio Saravia – Abogado
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Prensa

Personalidad jurídica estatal y legalidad

Artículo publicado en DPI Cuántico – Derecho para innovar

Por Juan Bautista Justo

1. Centralización. La personalidad jurídica del Estado como herramienta de legalización del poder público

La asignación al Estado del status de persona jurídica es una de las piezas más fundamentales del derecho público moderno y la premisa de la cual se desgrana todo el marco jurídico de la organización administrativa.

El aporte principal para esa evolución conceptual provino de Alemania. La doctrina del Estado-policía, característica del régimen absolutista germánico de mediados del siglo XVIII, concebía la actuación de la autoridad pública como algo exterior a lo jurídico: el Estado-Poder, encarnado en el monarca, no era persona, ni respondía, ni estaba sometido al Derecho, pues ello resultaba incompatible con la idea de soberanía, que implica ausencia de un poder superior. La defensa a ultranza de ese dogma hizo necesario arbitrar en esa etapa la doctrina del Fisco, como ente colocado junto al monarca, pero distinto de aquel, que quedaba sometido al ordenamiento y resultaba titular de las relaciones jurídico – patrimoniales del Estado, ejerciendo sus derechos y respondiendo por sus obligaciones. Como el Fisco no era el monarca, su soberanía no era puesta en entredicho.

La idea de la personalidad del Estado permitió la superación de esa concepción autoritaria inicial. Surgida a principios del siglo XIX en el marco de la disputa por la titularidad de la soberanía entre la vieja tradición monárquica y la nueva legitimación popular, esa gran obra de la escuela germana de derecho público sirvió para dejar atrás la ausencia de condicionamientos jurídicos del poder público como un dato inherente a esa soberanía. Frente a un Estado que se afirmaba fuera del Derecho, la personalidad implicará someterlo a él, al erigirlo como sujeto no solo de prerrogativas, sino también de deberes y obligaciones.

La personalidad jurídica intentará saldar, así, la dicotomía entre la capacidad de imperio del poder público y el Estado de Derecho. Por un lado, partirá de reconocer en cabeza del Estado la capacidad de imponer su voluntad a los súbditos, pero afirmará también que la finalidad de esa dominación es necesariamente el mantenimiento del Derecho. Esa constatación vuelve al nuevo sujeto como capaz de imponer límites a los ciudadanos, pero implica también que él se encuentra condicionado –auto limitado- por esas reglas. El Estado es sujeto jurídico, pero también lo son los súbditos y por ende existen relaciones jurídicas entre ambos, relaciones que el Derecho disciplina. La autolimitación del Estado lo convierte en persona jurídica y, además, hace posible el nacimiento de los derechos subjetivos de los ciudadanos.

La consagración de la personalidad estatal generó un desafío nuevo: en tanto el Estado es una persona de existencia ideal, su desempeño supone la previa actuación de personas físicas, cuyo obrar se atribuye al sujeto estatal. De la modulación de ese vínculo entre la voluntad de la persona humana y la del Estado se ocupará la organización administrativa, procurando explicar esa atribución –imputabilidad- bajo diferentes moldes teóricos, entre los que acabó predominando la teoría del órgano.

2. Descentralización. La personalidad jurídica como herramienta de deslegalización de la actividad estatal

El Estado moderno implicó centralización política y social, pero no hubo centralización en el campo económico hasta entrado el siglo XX. El ámbito del intercambio de bienes y servicios –el mercado- estaba reservado a la esfera de lo privado. A la Administración correspondía cierto grado de regulación, pero no una intervención directa.

Ese reparto cambió con la crisis financiera mundial de 1929, que condujo a una acción directa del Estado en la economía para morigerar las contradicciones del capitalismo. A partir de esa etapa se observa el mayor desarrollo de la Administración Pública como protagonista del movimiento económico, manifestada en nacionalizaciones de los servicios públicos y en la aparición de actividades comerciales e industriales a cargo del Estado.

En términos de organización administrativa, la traducción del nuevo modelo de intervención estatal fue la técnica de descentralización. Así como la centralización del poder en el monarca y luego en el Estado democrático da lugar a los principios de jerarquía y competencia, el surgimiento de la descentralización es un fenómeno propio del Estado Social.

En efecto, el nuevo rol del Estado como agente de transformación social y económica implicó una expansión notable de sus cometidos clásicos, produciendo una segunda ola de publificación de actividades. Así como durante los siglos XVIII y XIX el Estado absorbe funciones de entidades intermedias –en especial la Iglesia- en materia de educación, salud, asistencia social o registro civil, en el siglo XX ingresa de lleno en la actividad económica.

Esa segunda publificación dio lugar al primer proceso de creación de entes especiales encargados de gestionar los nuevos cometidos. Los desafíos requerían un alto grado de profesionalización e independencia funcional y por ello se intentó desde el principio sustraer la gestión de esas nuevas áreas de los circuitos usuales de la Administración.

Se produjo, de esa forma, un hecho casi paradójico: si bien el Estado intervencionista reclamó una nueva cuota de concentración de poder respecto de la sociedad civil (evidenciada en una fuerte ampliación de sus competencias regulatorias) a la vez ese nuevo poder iba a ser gestionado por diferentes entidades que estaban parcialmente escindidas de los mecanismos tradicionales y centralizados de decisión administrativa, a los cuales se consideraba incompatibles con la celeridad y eficacia que debían presentar los nuevos actores.

Ahora bien, el problema que se presentó a poco de empezar el nuevo recorrido fue cómo hacer compatible esa exención de las reglas de funcionamiento de la Administración a favor de las nuevas áreas sin caer en un liso y llano abandono del principio de juridicidad, que exigía sujeción a los procedimientos administrativos y de contrataciones, legalidad presupuestaria y financiera, respeto de las jerarquías y habilitaciones competenciales para la actuación. La respuesta vino de la mano de la figura de la “personalidad jurídica”. Si se lo dotaba de una personalidad diferente a la del Estado, el nuevo jugador podría operar bajo reglas diversas a las que se aplicaban de modo uniforme a todo el aparato burocrático centralizado.

En este marco hace su aparición la tendencia organizativa mundial conocida como corporativización, que hizo eclosión durante el Estado intervencionista, disminuyó en la etapa de privatizaciones y reapareció en Argentina a partir de 2003. Bajo esa modalidad, el Estado recurre a la utilización de figuras empresariales o societarias para liberarse de las limitaciones procedimentales propias de la Administración Pública y lo hace mediante una técnica de descentralización funcional en la cual se transfiere la ejecución de cometidos a entidades dotadas de cierto grado de autonomía a las que se exime de las reglas propias de la Administración. Es el proceso histórico de huida del derecho público.

La calificación de los nuevos entes instrumentales como persona jurídica permitía –casi mágicamente- reconocerles un margen de actuación vedado a los órganos que integraban la pirámide administrativa. Esa atribución de personalidad permitía conseguir la autonomía de gestión que se buscaba. Al nuevo ente no se le aplicarían las reglas del Estado y no había contradicción alguna en ello: simplemente era otra persona. El recurso al dispositivo de la personalidad jurídica materializa esta escisión, sin necesidad de grandes elaboraciones reglamentarias.

La reseña anterior nos muestra que la técnica de la personalidad jurídica cumplió dos roles capitales en la historia de la organización administrativa, que fueron –si se quiere- contradictorios en sus resultados. En una primera etapa –siglo XIX- el reconocimiento de personalidad jurídica al Estado sirvió para sujetarlo al Derecho, es decir, para la legalización del poder en aras de evitar la desprotección de la sociedad civil. Por el contrario, durante el Estado Intervencionista –siglo XX-, la personalidad jurídica fue utilizada para crear parcelas de inmunidad frente a las reglas de actuación que el legislador imponía a la Administración, expresando, así, una tendencia hacia la deslegalización de la actuación pública.

Fuente: https://dpicuantico.com/area_diario/doctrina-en-dos-paginas-diario-administrativo-nro-252-17-09-2019/